4
Al octavo día nos fuimos a la clínica. Me atendió un médico pálido y engreído en sus veinte que me dijo que todo lo que tenía era “normal” dentro del cuadro diagnosticado.
Un médico veterano me miró desde el otro lado del pasillo y mientras recibía suero intravenoso examinó mi carpeta, me buscó el pulso y mirándome a los ojos me dijo que yo no me iba a ningún lado.
-Quien sabe usted que tiene, pero de acá no se va.
Eh?
Ríos de llanto. Quedarme internada?
Ni de riesgo, mi hijo me necesita en casa, es un bebé.
Ya se me va a pasar.
Puedo hablar, caminar, comer, estoy bien.
Esto no me puede volver a pasar.
No puedo volver a oír esos pitidos rítmicos y agudos.
Me hicieron todos los exámenes que incluyen jeringas, tarros, tarritos, placas y meterme entre un tubo. Nada.
En la segunda noche el doctor veterano dijo
-Lo encontramos. Su utero está lleno de abscesos. Probablemente fue una reacción al Yaidess. Hay que operarla, ya pasa a manos de ginecologia.
Eh?
-Hay que abrir y ver qué encontramos. El pronóstico no es bueno, hay muchas encapsulaciones de pus. Es probable que quede menopausica, voy a hacer lo mejor que pueda.
Pero, voy a estar bien?
-Voy a hacer lo mejor que pueda. Ojalá.
Los doctores y su calidez de siempre.
Bastante bien salió todo. Tengo mi utero y ovarios, con toda esa ingeniería perfecta de hormonas que hace el cuerpo.
Me tuvieron que quitar dos cosas y dejar una; El apéndice y las trompas de falopio por una cicatriz de 20 centímetros.
Semanas después patología reveló que, cómo si estuviéramos en 1800, casi me muero de una apendicitis.
Mis trompas fueron heroicas, como pequeñas aspiradoras quisieron absorber todo lo malo, para mantener la situación bajo control, para mantenerme a salvo.
Una pelea casada, una pelea perdida.
Honorable?
Cómo ninguna otra que he presenciado.